El enfado es una de las emociones más poderosas que posee el ser humano y, como la mayoría de las emociones, tiene raíces profundas en nuestros mecanismos de supervivencia. El enfado aparece cuando sentimos que nos han tratado injustamente o que han violado nuestros derechos. Su función es ayudarnos a proteger nuestros límites personales de la invasión de otros.
Al igual que el miedo nos empuja a huir ante situaciones en las que peligra nuestra vida, el enfado está conectado con nuestra agresividad innata para ayudarnos a defender nuestra integridad física si fuera necesario. Pero, es importante recalcarlo, el enfado no tiene porqué ir acompañado de agresividad y, en muchas ocasiones la agresividad no va acompañada de enfado.
En algunas culturas se considera una falta de educación mostrar enfado y, desde una perspectiva de género, a las mujeres se les ha educado desde pequeñas, a no sentir ni mostrar enfado o agresividad. Esta circunstancia cultural imposibilita en muchas ocasiones que las personas defiendan de forma sana y asertiva sus límites. ¿Cómo nos defenderíamos de alguien que se intentara aprovechar de nosotros si no tuviéramos la herramienta poderosa del enfado?
El enfado deja de ser útil y adaptativo cuando deja de proteger a la persona del daño o de la vulneración de límites. Veamos algunos ejemplos:
En estos ejemplos las personas conectan situaciones cotidianas con escenas del pasado sin resolver, manejan el miedo a través del enfado o lo utilizan como herramienta para conseguir lo que desean de otras personas.
Hoy en día, los temidos“osos” son relaciones inestables, alquileres difíciles de pagar o trabajos precarios que amenazan con desaparecer.
Es importante diferenciar cuándo el enfado, como emoción primaria, se debe a una defensa natural de nuestros límites o a una canalización de otras emociones que no se evitan experimentar. Muchas veces nos resulta más fácil sentir enfado que tristeza o miedo.